En un mundo donde casi todo está a la venta, es fácil caer en una mentalidad que trata hasta las cosas sagradas como si fueran productos. Pero la iglesia, en su forma más verdadera y poderosa, no es una mercancía. Es una comunidad viva y palpitante, construida por Cristo mismo. Tomemos un momento para profundizar en lo que enseñan las Escrituras sobre la naturaleza de la iglesia y por qué es mucho más que algo que podemos consumir o “comprar”.
1. La Iglesia como comunidad sagrada, no como empresa
Cuando la iglesia primitiva comenzó, no parecía una experiencia comercial ni de consumo. Hechos 2:42-47 nos ofrece una hermosa imagen de una comunidad dedicada a la enseñanza, la comunión, la fracción del pan y la oración. No se reunían para entretenerse, sino para encontrarse con el Dios vivo y caminar juntos en Cristo.
El apóstol Pablo, escribiendo en Efesios 2:19-22, nos recuerda que “ya no somos extranjeros ni advenedizos, sino conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios”. La iglesia debe ser una familia, un pueblo santo edificado sobre el fundamento de Cristo. Este no es un lugar para elegir lo que nos hace sentir cómodos. Es un lugar de profunda transformación y crecimiento, donde estamos llamados a amarnos, desafiarnos y animarnos unos a otros en la fe.
Cuando vemos a la iglesia como un producto, es como tratar a una familia como una tienda de conveniencia. Pasamos por alto el carácter sagrado de lo que Dios ha diseñado. No estamos allí para “comprar” en busca de la opción perfecta; estamos allí para crecer juntos como Su pueblo.
2. La Iglesia como Cuerpo de Cristo, no como un servicio
En 1 Corintios 12, Pablo describe a la iglesia como un cuerpo: un organismo vivo en el que cada miembro es único y esencial. “El cuerpo no consta de un solo miembro, sino de muchos”, escribe Pablo, y aunque somos muchos, somos “un solo cuerpo” en Cristo. Nos necesitamos unos a otros, y cada parte desempeña un papel vital.
Pero tratar a la iglesia como una mercancía es como tratarla como un servicio que consumimos. Si solo vemos la iglesia como algo a lo que asistimos o “utilizamos” para nuestro propio beneficio, comenzamos a ir de un lugar a otro, buscando lo que nos parezca mejor. En cambio, Cristo nos llama a ser discípulos, comprometidos unos con otros y con su misión.
Cuando nos dedicamos a la iglesia como cuerpo, no solo recibimos, sino que también servimos. Damos y recibimos, nos apoyamos unos a otros y crecemos juntos. La iglesia no es una transacción, sino una relación. Es un lugar donde estamos llamados a sacrificarnos, servir y amar a los demás como Cristo nos ama.
3. El peligro de una fe tibia
En Apocalipsis 3:15-16, Jesús reprende a la iglesia de Laodicea, diciendo: “Yo conozco tus obras, que ni eres frío ni caliente… porque eres tibio… estoy a punto de vomitarte de mi boca”. Jesús advierte que cuando nos volvemos indiferentes, ni apasionados ni comprometidos, corremos el riesgo de perder nuestro lugar en Su reino.
La fe tibia puede surgir cuando tratamos a la iglesia como un mercado, valorando las métricas por sobre la misión y prefiriendo la comodidad por sobre la convicción. Pero Jesús no nos pide que midamos el éxito por la asistencia o la popularidad. Nos pide corazones completamente dedicados a Él. La iglesia se trata de crecer como discípulos, no solo de presentarse para vivir una experiencia cómoda.
4. Recuperar la Iglesia como comunidad sagrada
La iglesia debe ser algo contracultural, un lugar donde vivamos como un pueblo transformado por Cristo. No estamos aquí para comprar beneficios espirituales o experiencias convenientes. Estamos aquí para servir, crecer y reflejar el amor de Dios en un mundo que lo necesita desesperadamente. Jesús dijo: “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros” (Juan 13:35). Ese amor no es transaccional; es radical, sacrificatorio y transformador.
Necesitamos recuperar la iglesia como una comunidad sagrada, un lugar donde se nos conoce, se nos ama y se nos desafía a crecer. La misión de la iglesia es capacitarnos y enviarnos al mundo, no sólo hacernos sentir bien durante unas horas a la semana. Cuando dejamos de verla como una mercancía y la aceptamos como el cuerpo amado de Cristo, comenzamos a experimentar la profundidad de lo que puede ser la iglesia.
Conclusión: ¿Estamos aquí para consumir o para transformarnos?
Así que preguntémonos: ¿Venimos a la iglesia a consumir o a ser transformados? La iglesia no es sólo un lugar donde conseguir lo que queremos; es una comunidad que nos llama a algo más grande, algo sagrado.
La iglesia es el pueblo de Dios, elegido y llamado a ser su presencia en este mundo. Recordemos que somos parte de algo sagrado, algo que no se puede comprar ni vender. Reafirmemos nuestro compromiso con este llamado, no buscando lo que podemos conseguir, sino cómo podemos servir como parte de este cuerpo vivo y palpitante de Cristo.
La iglesia no es un bien, es una familia, una misión, un llamado. Y cuando la tratamos con el amor y la reverencia que merece, nos acercamos más a Dios y a los demás de maneras que nos cambian a nosotros mismos y al mundo que nos rodea.
Vivamos como iglesia, no como consumidores sino como discípulos, amándonos unos a otros como Cristo nos amó.
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